Joven de familia ultracatólica, de madre predicadora y hermana casi monja sempiterna biblia en mano, se dispone a liberarse de las ataduras virginales impuestas por su casa y su homosexual novio. Suena apetecible, ¿verdad? Así conocemos a Tracey, nuestro nuevo icono de la comedia, que cual recién salida de un coma con mentalidad de primer San Andrés, emprende el maravilloso viaje de la realización vaginal en la cara menos glamurosa del Reino Unido.
Chewing Gum es el resultado de mezclar New Girl, Broad City y el fish and chips más barato, grasiento y pornográficamente instagrameable que encuentres en Londres. Comedia de autor, escrita y protagonizada por una Michaela Coel que demuestra por qué la televisión necesita con urgencia imperativa más guionistas que sean capaces de encarnar a sus propios personajes. Llámemoslo Escuela Lena Dunham de Toma y Conquista del Cosmos, por no repetir la etiqueta de “voz de su generación” en el actual estado de coral polifónica catódica en la que estamos inmersos desde que nos sacamos de la manga el concepto.
Tracey representa la extravagancia de color de rosa en un universo demasiado pútrido para su pequeño tamaño. Inocente, cándida, pero a la vez una superviviente que va saliendo de su histriónico caparazón a lo largo de la primera temporada. Es este despertar no sólo sexual sino existencial el que la lleva a pasearse por situaciones no particularmente innovadoras, pero tratadas desde una perspectiva tan única como su carácter.
Desde escapar de una relación abusiva a explorar una carrera más allá del humilde ultramarinos que regenta, pasando por el siempre fantástico mundo del incesto casual, Chewing Gum rápidamente destaca como pequeña gran ficción que te roba el corazón desde el minuto uno. Conquistando a cualquier hijo de vecino e incluyendo a la Academia Británica que premió el año pasado a la Coel como mejor actriz de comedia y talento revelación. Argumentos de autoridad.
No hay más que halagos en los que deshacernos para la que sin duda es una de esas series que no entendemos por qué es tan desconocida. Por el plantel de sui géneris secundarios que perfectamente complementan a la estrella del espectáculo, por su sentido del humor entre lo fresco y lo sórdido y por suponer una lección de humildad: una ficción sin nombres demostrando que es más hábil que ninguna para regalar media hora tras media hora de risas inesperadas.
La breve locura de primera temporada que se emitió en 2015 fue renovada por una segunda que se acaba de estrenar hace dos semanas y que promete la misma brillantez. Esos seis episodios iniciales están disponibles ya en Netflix, por si os apetece pegaros un homenaje de tres horas de happy place y felaciones nasales.
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