Hablábamos ayer de Vida. De cómo Starz ha decidido sacar su lado más honesto, de contar historias con verdad, con sinceridad, de esas que te atrapan con conceptos tan abstractos como la vida misma y que, más que ir a la yugular para enganchar al espectador, confían en que sólo sintiendo repitan semana tras semana. Sweetbitter es la segunda mitad de este tándem casi espiritual que la cadena premium estrenó hace dos semanas y que, sin haber levantado mucho revuelo, ha enamorado a los pocos que se han atrevido a conocerla.
Sweetbitter es la adaptación del best seller homónimo que, transformada en una de esas dramedias slice of life que tanto gustan a las voces de generaciones, nos devuelve a 2006 para contar la historia de Tess, una chica de 21 años que, como tú y como yo, sabe que si no da un salto al vacío hoy mismo quizás en un parpadeo haya perdido diez años en una de esas mediocres vidas en el Medio Oeste que tanto se temen en el cine y la televisión.
Tess salta. Se va con lo puesto a una Nueva York que vive por y para la imagen de hostilidad y mil maravillas, y que lleva a cuestas en cada ficción que protagoniza como un personaje más. Malvende su coche para pagar la fianza de un alquiler exorbitado y encuentra su primer trabajo como camarera en un restaurante de postín que funciona como la sala de máquinas de un transatlántico. Sí, otro cuento de pez fuera del agua siendo destruido por la voracidad de la Gran Manzana. Y sí, tal y como nos gustan.
La ingenuidad de Tess es el precio que tenemos que pagar y soportar como esqueleto narrativo de la serie. Su arco de evolución y cómo la ciudad la endurece o la corrompe es la puerta de entrada para el plantel de sui géneris secundarios que no se cortan lo más mínimo a la hora de robarle el foco a nuestra intrépida protagonista. Moviéndonos en la presunta temática culinaria de la serie, son el aliño que esperas, pero que aun así te sorprende muy gratamente. La fauna neoyorkina se condensa en el microuniverso tan particular que se destila en ese restaurante. Lo mejor de cada casa: personajes atractivos, que aparentan ser arquetípicos, pero que dejan intuir capas más allá de la presentación. Y es que son los encargados de hacer que los primeros treinta minutos de la serie te sepan muy escasos. Tan peculiares y, en algunos casos, tan estrambóticos a la par que mantienen su autenticidad intacta.
Sweetbitter sabe que su historia ya ha sido contada, que hacer un drama culinario no tiene particular emoción ni visos de futuro, y confía en que sus desvaríos por la megalópolis sean suficientes. Lo es, y de sobra. La estructura narrativa de Sweetbitter carece de rigidez, se deja llevar y nos arrastra con ella a través de, por ejemplo, las vueltas que puede dar una noche por algo tan baladí como perder una cartera. Extremadamente sensorial, es como si no quisieran contar la historia de nuevo y prefiriesen que empatizásemos de manera total hasta con algo tan simple como probar una ostra por primera vez. Tan intenso y pretencioso como suena así descrito, la baza principal de Sweetbitter es que te sumerjas en la experiencia completa de ser un cuadro en blanco y ver cómo una ciudad entera te pinta, te transforma y te da una nueva forma, porque claramente no vas a terminar siquiera siendo un cuadro.
Nos gustan las apuestas arriesgadas. Nos gusta la ficción que no se quede en tradiciones formales y que quiera abarcar más. Sweetbitter no te agrede con un afán rompedor, no busca la revolución ni el aplauso fácil por dinamitar los moldes. Es una serie claramente humilde, producida con muy buen gusto e invitándonos a dejarnos llevar sin sensacionalismo ni reclamos de neón. Uno de esos casos en los que te encontrarás preguntándote: ¿cuánto tardarán en quitarnos algo tan pequeño y tan bonito?
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