Les necesitábamos de vuelta en las parrillas americanas y en nuestras agendas semanales. Para los que solo idolatren los cuerpos esculturales que encabezan los repartos de sus series, debemos presentaros a las mentes prodigiosas de las que mana esa marabunta de iconos frívolos que pulula por la CW cuando los superhéroes de la DC nos dan un respiro. Ellos son Stephanie Savage y Josh Schwartz, el dream team de la telenovela deluxe en prime time que vuelve a bendecirnos con sus entrañables arpías e insulsos varones. Los auténticos padres de Blair Waldorf y su amiga rubia de las patas largas. Y, sobre todo, los justificantes de perpetuar la moda del reboot esta temporada. Hoy merece la pena.
Solo a ellos se les podría encomendar un proyecto tan mamarracho y tan puramente de la casa que ayudase a reflotar las cantidades indigestas de cómics y mallas que la pobre audiencia posadolescente de la CW debe sufrir. Dynasty es absolutamente todo —y no exageramos un ápice— lo que hacía falta para hacer frente al Arrowverse. La auténtica regeneración televisiva vaciacocos. La razón por la que los premios van siempre a donde van. Nadie toma ni se tomará en serio esta adaptación a los tiempos del iPhone del clásico ochentero, y por ello y por un primer episodio redondo damos las gracias.
Piropos de ironía determinable por el lector realizados, pasamos al desglose pormenorizado de clichés, tramas ultradesgastadas y bochornosas actuaciones que dominan estos primeros 42 minutos que ya han conquistado el mundo vía Netflix. Nuestro nuevo guilty (pero mogollón de guilty) pleasure favorito arranca de la mano de Serena van der Woodsen Fallon Carrington, la heredera de un imperio energético que busca demostrar su valía financiera por encima de sus capacidades como portada de la Cosmopolitan. Fallon, además de un nombre para encontrar sus gifs fácilmente en Twitter, tiene un drama muy serio: le acaba de crecer una madrastra sorpresa en la chepa con idéntico talento para los negocios y que pone en peligro su legítimo derecho al trono de la empresa. Cómo son estos americanos y sus monarquías camufladas, ¿verdad, Mari?
La nueva contendiente se llama Cristal Flores, una chica igual de mona e igual de resulta que su hijastra, que lo mismo te arrea una hostia como que te salva la cuota de inclusión étnica en perfecto español. Cristal quiere cumplir el sueño americano: trabaja duro, llega alto y cásate con un madurito millonario para que te ponga de florero de aquí a su temprana defunción. Todo ello arrastrando lo que aparenta ser la típica larga ristra de secretos inconfesables que ya han empezado a manifestarse en toda su gloria y nula originalidad. Ya ni se respetan los secretos de la chica de clase obrera.
Ambas forman una finamente hilada dualidad para nada víctima del patriarcado y esa manía persecutoria que tiene de enfrentar dos mujeres moderadamente empoderadas por la atención de un varón blanco heterosexual. Un varón blanco heterosexual del cual no tenemos mucho que decir porque le habréis visto en 800 series más o en los despachos de vuestros últimos quince empleos. Una serie sobre la élite con mensajes cotidianos. No podíamos pedir más.
Este primer episodio nos introduce en una suerte de pelea de gatas semanal con mucho lujo, pocas luces y más acción de la que esperábamos en forma de efectos visuales a la altura de un anuncio de enjuague bucal. Alrededor del privilegiado cuadrilátero encontramos al siempre fabuloso y siempre desmerecido hijo gay que hace cosas gays, pero con poco contacto físico porque no olvidemos que ante todo es gay, un sobrino de la madrastra casualmente gay también para que la poca gaydad permitida en abierto quede en familia, el eternamente socorrido chófer y un Alan Dale cuya presencia ni entendemos ni garantizamos en el futuro, pero que se agradece como entidad siniestra detrás de La Isla o donde caiga.
Estas intrigas pseudopalaciegas del 1% prometen tan poco rigor como Emmys para sus interpretaciones, y por eso firmamos encantados. Es tu serie tonta de la semana. La nueva esperanza que suma y sigue al proyecto legado que querían recoger Archie y sus abdominales, pero que no terminaban de explotar por la intensidad del asesinato, el incesto y el querer inculcar valores a los niños. Dynasty se pasa los valores por el arco de los Colby, y los niños aún más todavía. Han entendido que su público no se gana ya con más sádicos malcriados interpretados por fornidos señores en la treintena y bellas modelos descarriadas (un besito, Mischa Barton). El truco estaba en seguir regalándonos la fantasía de aquel Orange County y aquel Upper East Side adaptada a lo lejos que le queda ya el instituto a esa generación de la audiencia en los dosmiles conquistada. Y, por supuesto, manteniendo la inmadurez y la vacuidad de sus personajes. Faltaría más.
Gracias por ser fiel a ti misma, CW. Gracias de corazón, de tacón y de extensión.
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