Si tuviera que reducir a una sola frase la primera temporada de The Handmaid's Tale, ésta quedaría tal que así: la pesadilla del feminismo, un cuento de terror que debería asustar al mundo entero. No deberíamos infundir miedo a los niños con fantasmas y monstruos bajo la cama, ya que los verdaderos monstruos caminan a dos patas y se parecen mucho a papá y a mamá. Nuestros niños (nuestro futuro) deberían palidecer ante la idea de que sus derechos puedan ser obviados, sus sentimientos vetados y su humanidad reducida a la nada por ser considerados objetos por una cuestión de sexo. En conclusión: deberían perder el sueño por la posibilidad de vivir en una sociedad donde el feminismo haya muerto. Eso sí que da miedo.
The Handmaid's Tale despide su primera temporada con un décimo capítulo que culmina una obra impecable, donde la estética y la crudeza de la historia que narra conviven armoniosamente. La serie nos acerca a la realidad de June, una mujer que vive cautiva por el sistema dictatorial que se ha instaurado en su país. Un sistema que aísla a todo el mundo, donde la confianza parece haber desaparecido ante el temor a la muerte y las represalias. Nos presenta una sociedad basada en el castigo pero no en el premio (la victoria es vivir un día más): el nuevo régimen tiene unas leyes muy claras y cualquier mínimo desvío de dicha normativa se transforma en una condena que da ejemplo a todos los demás; En el caso de June, ella es enemiga del estado por ser infiel, pero es prisionera del mismo por su capacidad de concebir. Viven en una sociedad donde los niveles de natalidad bajan al mismo ritmo que asciende la contaminación del planeta. Por ello presentan un sistema que pretende voltear esa balanza, aunque esto mismo implique la eliminación de la libertad de todas aquellas que pueden tener hijos.
The Handmaid's Tale no solo trata la pérdida de derechos de la mujer y de la sociedad en general, que es algo que ocurre en cualquier dictadura. También nos habla de la soledad y de cómo hay que acabar con ésta y unirse contra los opresores para acabar con el sistema impuesto. June cuenta en el primer episodio que no puede confiar en nadie, está sola ante el mundo hostil que la rodea. Será Ofglen quien le dé la primera oportunidad de abrirse más allá de las barreras de su propia mente, y poco a poco descubrirá que aquellas que sufren juntas no pueden ser sus enemigas, tal y como dice ella misma al final de la temporada: "no debieron habernos dado uniformes si no querían que fuésemos un ejército". Las mujeres que visten de rojo por su fertilidad abandonan ese tono para convertir sus vestiduras en rojo sangre: la suya propia, ante las injusticias que sufren, y la de sus enemigos, que bañarán su ropa en esta guerra silenciosa.
Una batalla que enfrenta a dos enemigos naturales: la realidad frente a las apariencias. Los comandantes comienzan siendo una especie de emisarios de Dios y terminan mostrándose ante el mundo como lo que son: hombres que celan, que son consumidos por el poder y que se dejan llevar por sus instintos más básicos; señalando siempre a la mujer como la culpable de sus tropiezos con la lujuria (un clásico donde los haya). El verde de las esposas, que representa la esperanza, poco a poco torna en un verde envidia ante aquellas que pueden concebir, que les recuerdan constantemente que ellas mismas son incapaces de hacerlo. Es esa incapacidad la semilla del odio que germina dentro de ellas, sentimiento que sienten hacia sí mismas, pero que sufren sus rivales cromáticas. Las criadas y The Eyes (llamémoslo Gestapo) son grupos asociados a capacidades del cuerpo humano, mientras que las esposas y los comandantes son criaturas divinas. Sin embargo, la realidad es muy distinta. The Eyes puede estar en todas partes, son omnipresentes, que es lo que respalda ese terror infundido en la sociedad, que hace pensar que solo en su mente están a salvo. Y las criadas son las emisarias del futuro. Mientras que los comandantes y sus esposas terminan siendo marionetas de su propio sistema y víctimas de sus deseos más viscerales. He aquí otro clásico: las apariencias engañan.
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