He de admitir que no fui precisamente fan de la primera temporada de Master of None. Quizás porque no me atrajo en absoluto la idea de lo que se vendió y transmitió como la comedia millenial definitiva. Quizás porque, como buen millenial, me aterra la posibilidad de adscribirme a un relato que valga para todos. O quizás porque las diferentes piezas que componían este puzzle de Aziz Ansari y Alan Yang estaban diseñadas de una forma tan obvia para cautivarme que acabé por desconectar de ella. Aun así, Master of None hizo los deberes, cumplió con su parte y se convirtió en lo mejor de 2015. Al año siguiente ya nos habíamos olvidado de su existencia.
En la segunda temporada de Master of None, que se estrenó el pasado 12 de mayo en Netflix, quedan muchas huellas y sombras de aquella primera temporada, pero su enfoque es claramente distinto. En la nueva entrega, Master of None ha continuado con su amplio relato sobre la madurez, pero tratando primero de conectar consigo misma en lugar de con el público. Consciente de que su fórmula, aunque todavía joven, necesitaba un lavado de cara, se nos ha ofrecido una historia aún más ambiciosa apoyada en aquellos elementos que evidentemente funcionan y dejando de lado la vanidad de quien sabe que lo hace todo bien.
Así, Master of None mantiene el encanto y la sensibilidad que se han convertido en su seña de identidad, los cuales se potencian en una serie de tramas que los reciben con los brazos abiertos. De la primera temporada quedan restos bastante obvios y es indudable que Ansari y Yang han querido repetir el éxito que supuso Parents (1x02) con Religion (2x03), el cual sigue explorando los lazos familiares de los protagonistas a través de la religión y costumbres de sus progenitores. Por otro lado, Master of None comete el error de repetir su obvio alegato millenial (error por lo de obvio), con First Date (2x04), que sigue los infortunios de diversas citas que mantiene nuestro protagonista gracias a una aplicación de contactos en una narración que está a caballo entre lo esperado y lo original, por complicado que parezca. No obstante, sí me parece que Master of None obra su mejor visión en el experimento de sobras conocido que supone New York, I Love You (2x06) —en especial el segmento de los sordomudos— y en la maravilla que supone Thanksgiving (2x08), con una espléndida Angela Bassett como actriz invitada y una historia bonita, tierna y con mucho significado como base de todo.
Son estos varios paréntesis que encontramos en la nueva aventura de Dev en una segunda temporada que destaca por su viaje en pos de encontrarse a sí mismo, abrazar su madurez y aceptar una felicidad un tanto limitada. Su historia empieza en Módena, Italia, donde Dev ha huido tras romper con Rachel, y donde aprovecha para aprender a hacer pasta al estilo local y recomponer su corazón roto. Este pequeño remanso de paz sirve, también, para conocer a la que será su amor imposible, Francesca (Alessandra Mastronardi), y a empezar a dar visibilidad a lo que simbólicamente parece representar una distracción de mayores problemas: la comida. Por encima del nuevo amor o de la dudosa felicidad de nuestro protagonista, la comida se esparce por toda la temporada como algo sabroso y placentero, pero también como un pasatiempo que abotarga el buche y la mente de nuestro protagonista para que se olvide de otras inquietudes más apremiantes. Es el placer sustitutivo.
La historia con Francesca, como bien indican las numerosas referencias que pueblan esta segunda temporada —las cuales, por cierto, no hace falta reconocer para evidenciar su existencia— era hasta cierto punto previsible: imposible, simbólica y dolorosa. Aunque Master of None haya explotado hasta el límite su capacidad para la ternura, la historia de amor de Dev y Francesca era una tragedia vaticinada, y no solo por la distancia física y mental entre ambos. No es casual, en absoluto, que la pareja acabe viendo L'Avventura de Antonioni, la cual también refleja su propia relación, su autoimpuesta infelicidad emocional y su imposibilidad por dar la felicidad al otro. Es durante esta aventura cuando Dev acepta que su carrera como artista se limita a presentar un concurso de cupcakes en un canal por cable mientras que sus aspiraciones de avanzar por esa senda profesional dependen de otra persona —Chef Jeff, el siempre encomiable Bobby Cannavale, también relacionado con la comida—; cuando Francesca lucha contra la resignación de seguir la vida de su madre y de su abuela, haciendo pasta en Modena y viviendo un matrimonio desdichado con un vendedor de azulejos. Es la aventura de los infelices.
No entiendo el final de la segunda temporada como un final feliz, por muchas posibilidades que parezca abrir. Seguramente me equivoque, pero para mí el final es otro. Es la nueva resignación; la postresignación de los que se han librado de las cadenas de los pies pero no de las de las manos. De eso va, al fin y al cabo, Master of None: de la madurez, de las relaciones, de la vida moderna. Una vida que a pesar de sus lujos no es nada sencilla, que está repleta de incongruencias y que es lo suficientemente generosa como para ofrecernos la felicidad que nos llena hasta que deja de hacerlo. Y qué real es.
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