¿Qué elementos convierten a una serie en buena o en mala? ¿Qué es lo que determina que una ficción sea necesaria o innecesaria? ¿Cuáles son los factores por los cuales un show tiene más o menos audiencia? ¿Por qué se habla más de unas series que de otras? ¿Es posible responder estas preguntas? Sí, es posible. Una contestación más elaborada y para nota recaería directamente en la arbitrariedad del propio y diverso espectador que, como en la sociedad, no solo posee el cómodo derecho a disfrutar de cualquier ficción televisiva que le plazca, sino que además tiene el deber de hacer algo respecto a ella. No os echéis las manos a la cabeza, hace bastantes años que superamos la etapa del espectador pasivo. Si consumimos tantos minutos de ficción no es precisamente para ver cómo transcurren los minutos de los episodios en nuestra vida, sin pena ni gloria, mientras retuiteamos algún meme de gallos eurovisivos.
Si consumimos tantos minutos de ficción es precisamente porque además de ver, ostentamos la capacidad de mirar. ¿Y después? Eso va al gusto: pensar, actuar, influir, recapacitar... Infinitivos dirigidos a cambiar la forma en la que nos relacionamos con nosotros mismos y con nuestro propio entorno. Y no, yo no veo la existencia de ninguna incompatibilidad entre la industria televisiva y el activismo; se puede entretener y ganar dinero al mismo tiempo que se puede coreografiar un elaborado ejercicio pedagógico usando la ficción como herramienta principal. Dear White People es un buen ejemplo de ello, pero no nos hemos enterado porque estamos enfrascados en saber si la escena de un suicidio se ha romantizado o si a Yon González se le ha escapado algún balido machista más. Pero tampoco debemos sentirnos mal por ello. Es evidente que vivimos bajo la diminuta cúpula del pajarito azul, como si nos encontráramos en una novela de Stephen King. Creemos que algunas batallas ya han sido ganadas o que, al menos, están lo suficientemente controladas. Pero la serie de Netflix nos recuerda que, ahí fuera, los privilegios de unos continúan perennes y las discriminaciones hacia otros también.
Alguien podrá pensar que estoy siendo contradictorio. En qué quedamos, ¿mirar dentro de la pantalla o fuera de ella? Dear White People lo deja muy claro: sé capaz de sumergirte en el proceso, primero un escalón y después el siguiente. Además, Justin Simien, su creador, quiere que la ficción sea uno de nuestros escalones iniciales; y no quiere que perdamos mucho tiempo en él, puesto que se ventila la primera temporada en diez episodios de treinta minutos cada uno, con Yvette Lee Bowser como showrunner y Barry Jenkins (artífice de la oscarizada Moonlight) como uno de los directores, entre otros nombres más. Al final del camino, nos damos cuenta que la ficción quiere que, con un ritmo frenético, podamos pasar rápidamente a la acción, al infinitivo. Sin embargo, mientras que el equipo de la serie señala con su índice a la luna, muchos miran al dedo indignados.
Son varios usuarios los que han cancelado su suscripción de Netflix y/o se han quejado porque la plataforma de streaming está fomentando con esta ficción el "racismo a la inversa", el "genocidio blanco" y la discriminación a los blancos. A causa del inminente estreno de la ficción, también regurgitó el ya famoso "All Lives Matters", eslogan creado para criticar el "Black Lives Matter". Este movimiento surgió en Estados Unidos en el año 2013 para denunciar la violencia y la brutalidad policial contra las personas negras, a raíz de varios asesinatos injustificados cometidos contra jóvenes afroamericanos por parte de agentes policiales. Para que nos entendamos, el "All Lives Matters" es a Estados Unidos lo que el "Para cuándo el Orgullo Hetero" a España. Llega hasta tales extremos esta poralización tan ignorante que Dear White People ha cosechado un 100% de críticas positivas en Rotten Tomatoes frente a solo un 57% de aprobación por parte de la audiencia.
Es precisamente esta jauría de comportamientos hacia la ficción de Simien (que recordemos, es negro y gay), más otros que habrán surgido en alguno de los 190 territorios en los que opera Netflix, la que confirma dos cosas: primero, la relevancia y necesidad de series como Dear White People; segundo, que los blancos seguimos con nuestro hocico metido en el culo sin enterarnos de qué va la vaina.
Dear White People es una serie realmente didáctica, que se aprovecha de elementos cómicos, dramáticos y otros propios de la narrativa no convencional para explicar cómo funcionan los mecanismos del racismo en la sociedad estadounidense actual. Pero no un racismo de manual utilizado al grito de "putos negros de mierda", sino una discriminación más sutil basada en el prejuicio y el estereotipo; un estigma que se esconde tras una aparente sensación de igualdad entre etnias presentes en el ficticio campus de la Universidad de Winchester.
Cada capítulo de la ficción se construye a través del punto de vista de un personaje diferente. Estas perspectivas están cohesionadas gracias a la maravillosa voz de Giancarlo Esposito y a la sucesión de tres eventos clave para el campus universitario. De esta manera, la ficción se convierte en una herramienta con una función distinta para cada espectador. Esto no quiere decir que cada uno esté viendo una serie diferente, sino que el proceso de deconstrucción al que nos invita la serie funciona de manera dispar en cada persona. En el caso de las personas blancas, comenzar a deconstruirse con Dear White People supone un ejercicio muy introspectivo que nos insta a reconocer nuestros privilegios frente a las personas negras, nuestra histórica opresión, los prejuicios que tenemos interiorizados con respecto a cada etnia y raza e, incluso, la ínfima representatividad de ciertos colectivos en los productos audiovisuales.
Y no, Dear White People no hace apología de la soberbia. La serie está protagonizada por un amplio reparto (algunos de ellos también aparecen en la película homónima que Justin Simien estrenó en 2014) que señala la xenofobia más alarmante y, al mismo tiempo, se cuestiona constantemente su papel individual en una sociedad supuestamente igualitaria y su posición en la lucha contra la discriminación racial y étnica. Personajes como Sam (Logan Browning), Troy (Brandon P. Bell), Reggie (Marque Richardson), Coco (Antoinette Robertson) o Lionel (DeRon Horton) están llenos de contradicciones y matices que verbalizan continuamente en diálogos trepidantes.
Nadie tiene claro cómo se combate el racismo, cómo se hace activismo, cómo se pueden acallar los prejuicios y estereotipos. Unos optan por la radicalidad y la lucha continua, otros se despojan de todas las etiquetas sin un objetivo muy claro y algunos prefieren mimetizarse con el ambiente de presunta igualdad a la que apelan los blancos. Lo importante aquí es la compleja deconstrucción que sufren los personajes, paralela a la del espectador, y el valiente ejercicio de mostrar sin tapujos las imperfecciones, aristas e incongruencias que presenta la comunidad negra para erradicar la xenofobia. La ficción admite desde el primer momento que hay gente blanca que no es racista y que es consciente de sus privilegios, al igual que confiesa que existe una parte de la comunidad negra que ha interiorizado el estigma y ciertos prejuicios sobre sí mismos o que, incluso, practica la discriminación hacia otros colectivos oprimidos.
Fuera de Estados Unidos, cualquiera se puede sentir muy abrumado con la cantidad de referencias culturales, históricas y sociopolíticas que utiliza Dear White People sobre la comunidad negra para desarrollar su tesis. Y es que, por ejemplo, en España ni siquiera existe un censo que recoja cuántas personas afrodescendientes viven en nuestro país. Pero series como aquellas, en lugares como estos, sirven precisamente para señalar una realidad aún más silenciada que en Estados Unidos. ¿Cómo empatizar entonces con una representación tan concreta y desconocida para algunas sociedades? Hay un elemento muy importante que Simien desarrolla con mordacidad: el mensaje de la discriminación es transversal y no se ancla a la xenofobia, sino que ahonda en otras problemáticas sociales como el machismo, la homofobia, los roles de género, los cánones de belleza o la lucha de clases. Si cumples alguno de los requisitos esenciales para ser una persona oprimida, los paralelismos brotarán en tu cabeza de manera instantánea.
Dear White People es esa brecha que te haces en la cabeza al caerte de la bicicleta cuando eres pequeño. Estás abrumado, asustado, puede que llores y cuando te van a curar la herida que te has hecho por ser un cabra loca, escuece. Escuece mucho. La deconstrucción es eso: un camino duro y tortuoso que nos rompe todos los esquemas concebidos, pero al mismo tiempo nos enseña la importancia de empoderar a un colectivo en detrimento de nuestros propios privilegios, acaparados únicamente por nuestro color blanco lechoso. Dear White People es una ficción buena y necesaria. Y lo digo sin despeinarme, porque es esencial reconocer el poder de una ficción televisiva que reclama sin vergüenza el merecido lugar de la comunidad negra en el mundo; una comunidad históricamente discriminada y a la que, como espectadores activos y conscientes de esta realidad, debemos todo nuestro apoyo y respeto.
Si consumimos tantos minutos de ficción es precisamente porque además de ver, ostentamos la capacidad de mirar. ¿Y después? Eso va al gusto: pensar, actuar, influir, recapacitar... Infinitivos dirigidos a cambiar la forma en la que nos relacionamos con nosotros mismos y con nuestro propio entorno. Y no, yo no veo la existencia de ninguna incompatibilidad entre la industria televisiva y el activismo; se puede entretener y ganar dinero al mismo tiempo que se puede coreografiar un elaborado ejercicio pedagógico usando la ficción como herramienta principal. Dear White People es un buen ejemplo de ello, pero no nos hemos enterado porque estamos enfrascados en saber si la escena de un suicidio se ha romantizado o si a Yon González se le ha escapado algún balido machista más. Pero tampoco debemos sentirnos mal por ello. Es evidente que vivimos bajo la diminuta cúpula del pajarito azul, como si nos encontráramos en una novela de Stephen King. Creemos que algunas batallas ya han sido ganadas o que, al menos, están lo suficientemente controladas. Pero la serie de Netflix nos recuerda que, ahí fuera, los privilegios de unos continúan perennes y las discriminaciones hacia otros también.
Alguien podrá pensar que estoy siendo contradictorio. En qué quedamos, ¿mirar dentro de la pantalla o fuera de ella? Dear White People lo deja muy claro: sé capaz de sumergirte en el proceso, primero un escalón y después el siguiente. Además, Justin Simien, su creador, quiere que la ficción sea uno de nuestros escalones iniciales; y no quiere que perdamos mucho tiempo en él, puesto que se ventila la primera temporada en diez episodios de treinta minutos cada uno, con Yvette Lee Bowser como showrunner y Barry Jenkins (artífice de la oscarizada Moonlight) como uno de los directores, entre otros nombres más. Al final del camino, nos damos cuenta que la ficción quiere que, con un ritmo frenético, podamos pasar rápidamente a la acción, al infinitivo. Sin embargo, mientras que el equipo de la serie señala con su índice a la luna, muchos miran al dedo indignados.
Son varios usuarios los que han cancelado su suscripción de Netflix y/o se han quejado porque la plataforma de streaming está fomentando con esta ficción el "racismo a la inversa", el "genocidio blanco" y la discriminación a los blancos. A causa del inminente estreno de la ficción, también regurgitó el ya famoso "All Lives Matters", eslogan creado para criticar el "Black Lives Matter". Este movimiento surgió en Estados Unidos en el año 2013 para denunciar la violencia y la brutalidad policial contra las personas negras, a raíz de varios asesinatos injustificados cometidos contra jóvenes afroamericanos por parte de agentes policiales. Para que nos entendamos, el "All Lives Matters" es a Estados Unidos lo que el "Para cuándo el Orgullo Hetero" a España. Llega hasta tales extremos esta poralización tan ignorante que Dear White People ha cosechado un 100% de críticas positivas en Rotten Tomatoes frente a solo un 57% de aprobación por parte de la audiencia.
Es precisamente esta jauría de comportamientos hacia la ficción de Simien (que recordemos, es negro y gay), más otros que habrán surgido en alguno de los 190 territorios en los que opera Netflix, la que confirma dos cosas: primero, la relevancia y necesidad de series como Dear White People; segundo, que los blancos seguimos con nuestro hocico metido en el culo sin enterarnos de qué va la vaina.
"Dear Black People... I'm sorry for our history of oppression and genocide." pic.twitter.com/wCv2auIMHF— reggie (@1942bs) 30 de abril de 2017
Dear White People es una serie realmente didáctica, que se aprovecha de elementos cómicos, dramáticos y otros propios de la narrativa no convencional para explicar cómo funcionan los mecanismos del racismo en la sociedad estadounidense actual. Pero no un racismo de manual utilizado al grito de "putos negros de mierda", sino una discriminación más sutil basada en el prejuicio y el estereotipo; un estigma que se esconde tras una aparente sensación de igualdad entre etnias presentes en el ficticio campus de la Universidad de Winchester.
Cada capítulo de la ficción se construye a través del punto de vista de un personaje diferente. Estas perspectivas están cohesionadas gracias a la maravillosa voz de Giancarlo Esposito y a la sucesión de tres eventos clave para el campus universitario. De esta manera, la ficción se convierte en una herramienta con una función distinta para cada espectador. Esto no quiere decir que cada uno esté viendo una serie diferente, sino que el proceso de deconstrucción al que nos invita la serie funciona de manera dispar en cada persona. En el caso de las personas blancas, comenzar a deconstruirse con Dear White People supone un ejercicio muy introspectivo que nos insta a reconocer nuestros privilegios frente a las personas negras, nuestra histórica opresión, los prejuicios que tenemos interiorizados con respecto a cada etnia y raza e, incluso, la ínfima representatividad de ciertos colectivos en los productos audiovisuales.
Y no, Dear White People no hace apología de la soberbia. La serie está protagonizada por un amplio reparto (algunos de ellos también aparecen en la película homónima que Justin Simien estrenó en 2014) que señala la xenofobia más alarmante y, al mismo tiempo, se cuestiona constantemente su papel individual en una sociedad supuestamente igualitaria y su posición en la lucha contra la discriminación racial y étnica. Personajes como Sam (Logan Browning), Troy (Brandon P. Bell), Reggie (Marque Richardson), Coco (Antoinette Robertson) o Lionel (DeRon Horton) están llenos de contradicciones y matices que verbalizan continuamente en diálogos trepidantes.
Nadie tiene claro cómo se combate el racismo, cómo se hace activismo, cómo se pueden acallar los prejuicios y estereotipos. Unos optan por la radicalidad y la lucha continua, otros se despojan de todas las etiquetas sin un objetivo muy claro y algunos prefieren mimetizarse con el ambiente de presunta igualdad a la que apelan los blancos. Lo importante aquí es la compleja deconstrucción que sufren los personajes, paralela a la del espectador, y el valiente ejercicio de mostrar sin tapujos las imperfecciones, aristas e incongruencias que presenta la comunidad negra para erradicar la xenofobia. La ficción admite desde el primer momento que hay gente blanca que no es racista y que es consciente de sus privilegios, al igual que confiesa que existe una parte de la comunidad negra que ha interiorizado el estigma y ciertos prejuicios sobre sí mismos o que, incluso, practica la discriminación hacia otros colectivos oprimidos.
Fuera de Estados Unidos, cualquiera se puede sentir muy abrumado con la cantidad de referencias culturales, históricas y sociopolíticas que utiliza Dear White People sobre la comunidad negra para desarrollar su tesis. Y es que, por ejemplo, en España ni siquiera existe un censo que recoja cuántas personas afrodescendientes viven en nuestro país. Pero series como aquellas, en lugares como estos, sirven precisamente para señalar una realidad aún más silenciada que en Estados Unidos. ¿Cómo empatizar entonces con una representación tan concreta y desconocida para algunas sociedades? Hay un elemento muy importante que Simien desarrolla con mordacidad: el mensaje de la discriminación es transversal y no se ancla a la xenofobia, sino que ahonda en otras problemáticas sociales como el machismo, la homofobia, los roles de género, los cánones de belleza o la lucha de clases. Si cumples alguno de los requisitos esenciales para ser una persona oprimida, los paralelismos brotarán en tu cabeza de manera instantánea.
Dear White People es esa brecha que te haces en la cabeza al caerte de la bicicleta cuando eres pequeño. Estás abrumado, asustado, puede que llores y cuando te van a curar la herida que te has hecho por ser un cabra loca, escuece. Escuece mucho. La deconstrucción es eso: un camino duro y tortuoso que nos rompe todos los esquemas concebidos, pero al mismo tiempo nos enseña la importancia de empoderar a un colectivo en detrimento de nuestros propios privilegios, acaparados únicamente por nuestro color blanco lechoso. Dear White People es una ficción buena y necesaria. Y lo digo sin despeinarme, porque es esencial reconocer el poder de una ficción televisiva que reclama sin vergüenza el merecido lugar de la comunidad negra en el mundo; una comunidad históricamente discriminada y a la que, como espectadores activos y conscientes de esta realidad, debemos todo nuestro apoyo y respeto.
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