“Is this the bus to the underworld?”
Así comienza una de las historias más conmovedoras de las cuatro temporadas
que llevamos en Orange Is the New Black.
Sobra decir que va a haber spoilers de
dimensiones inefables sobre la season finale de aquí en adelante. Que no se diga que no hemos
avisado.
El simbolismo sopranísimo de
este episodio es tan grande y tan sentido como el lamento desgarrado de Taystee
al final del capítulo anterior. Partimos desde negro con semejante frase en lo
que nos aferramos a la última esperanza de que el cliffhanger del 4x12 fuese un
macabro cebo para que nadie tuviese la valiente idea de racionar la temporada.
Baxter Bayley aparecía en la siguiente escena, estirando el chicle de las
conexiones del destino a lo Lost
cuando, en retrospectiva, la aparición en “el flashback” del torpe guardia era
la clave de la interpretación de las secuencias. No estamos viendo flashbacks como tal. Esta backstory tiene raíz en la realidad —a la vista de las fotos que
los carroñeros de MCC rescatan de Facebook—, pero principalmente se narra una distorsión onírica de Poussey.
Una visión romántica del clásico “ver tu vida pasar por delante de tus ojos”
justo antes de morir.
Podríamos leer también entre las líneas de cómo nadie le presta ayuda por la calle cuando pide un teléfono tras robarle
el suyo, un claro reflejo del mismo auxilio que nunca llegó en sus últimos
segundos de vida.
La presencia de las transformistas en la calle y toda la escena del club
tiene más enjundia. La sexualidad juega un importante rol en el 2x06, donde
conocemos a una Poussey teniendo un romance con la hija de un militar alemán
que acaba degenerando en un choque de familias. La represión figura en el
subconsciente de Poussey y en este
subjetivo recuerdo de una noche en la Gran Manzana experimenta toda su
liberación.
Seguimos con un objetivo: un destino al que Poussey no sabe llegar. Dumbo
(Down Under Manhattan Bridge Overpass) recalca lo críptico de un sueño, como cualquiera que tú y yo hayamos tenido,
alejándonos de la memoria. Sabes dónde ir, pero nunca lo consigues. A fin de
cuentas, una reflexión nihilista de la vida. Poussey y unas Islas Fiji
apalabradas a las que no terminará de llegar.
En el camino se topa con más piezas
de su subconsciente: los libros en el metro —su trabajo en la biblioteca de
la cárcel—, las mujeres embarazadas —Daya—, la comunión de las razas, un niño
robando a su propia madre mientras duerme —la delincuencia y el crimen que ha
corrompido a lo más puro—, y esa chica guapa que te mira desde el otro lado del
vagón al igual que te miró desde el otro lado del comedor por última vez.
“Where the fuck am I?” Unos monjes vestidos de, si me permitís el
símil, AmarilloFuerteCasiNaranja, son los que guían a Poussey al final
de su camino. Los monjes, bizarros como ellos solos con sus bicis y sus luces
de Navidad por las calles de Nueva York, resultan
no ser lo que aparentan, como ocurre con la totalidad de aquellas que visten de
naranja. La ilusión de los místicos que no son más que un grupo de comedia
de improvisación. Sin embargo, no por ello carecen de una profundidad: “este
mundo está hecho una mierda, y si consigues encontrar un mínimo de felicidad,
aférrate a el máximo que puedas.” ¿Verdad, Soso?
Poussey confiesa
al ficticio monje que está deseando empezar su nueva vida antes de una larga y
última mirada a la inmensidad del skyline neoyorkino. La noche es clara para ver todo lo que hay más allá de las débiles
verjas de la prisión. La libertad definitiva que en ese plano nos dibuja a
Poussey aún más pequeñita de lo que era.
COMENTARIOS