Mantener
el nivel de una serie del estilo de Vikings, con una primera temporada
sorprendente y de gran impacto a nivel mundial es un reto. Los espectadores
siempre exigen más: más acción, más sorpresas, más giros de guión (la sombra de
Juego de Tronos es muy alargada). Sin embargo, lo importante no es la
sorpresa continua sino la fidelidad a los personajes y su evolución dentro de
unas tramas coherentes. Michael Hirst nos ha vuelto a ofrecer diez episodios
con espacio para todo esto, mezclado con grandes diálogos, traiciones y
maquinaciones al mejor estilo Ragnar Lothbrok.
“No tengo amigos, es mejor así”
Si
durante la primera temporada navegamos entre las ansias de aventura de Ragnar y
su ascenso a Conde y en la segunda acababa convertido en rey mientras se
exploraba la lucha fratricida por el poder, en la tercera las tramas han girado
sobre lo que ocurre luego. ¿Cómo se maneja esta sociedad desde la cumbre?¿Estarás
siempre rodeado de enemigos o el peor de todos eres tú mismo?
La
frase del rey Ecbert sobre la amistad resume en gran medida el camino que ha
atravesado Ragnar hasta el último capítulo. Ha ido perdiendo la confianza y el
afecto de su esposa, la lealtad de Floki y a su gran baluarte, Athelstan.
Finalmente, con su treta al estilo griego para entrar en París, abrió una
grieta definitiva con Rollo y Lagertha. Su desconfianza y miedos personales nos
revelan a un gigante con los pies de barro que introduce el declive físico y moral
del gran vikingo.
Lothbrok
ha sufrido la soledad de los poderosos, tanto la real (con la traición de
Floki) como la imaginaria (Lagertha y Rollo lo han apoyado toda la temporada
pero al final no ha contado con ellos). Lo hemos visto de nuevo obsesionado,
observando detrás de las columnas y las cortinas, analizando el movimiento de
todo el mundo.
Porque Ragnar no es el rey perfecto: es inteligente y sabe esperar pero también es corrupto. El diálogo con su némesis de Wessex, nos dejó uno de los mejores diálogos de esta tercera entrega: ambos son maestros en jugar sus respectivos papeles. A uno lo persigue la ambición de coronarse rey de Inglaterra. Al otro la obsesión por la Gloria: el ser recordado y llegar a nuevos mundos y territorios inexplorados a los que nadie había llegado antes. Pero todo ello, al final, los deja sentados en un trono incómodo, rodeados de súbditos que los temen y, al mismo tiempo, conjuran para hacerse con su lugar.
La locura de Ragnar y la influencia del cristianismo
Mucho
se ha criticado en las redes la actitud de Ragnar, con su obsesión con el
cristianismo cuando hasta hacía poco defendía ser el hijo de Odín. Todo formaba
parte de un plan, como no, pero las heridas, visiones y traiciones han hecho
mella en su carácter, potenciando su deriva autoritaria (llegando a asesinar a
un emisario sólo para poder cumplir su sueño de conquistar París).
A
pesar de esas críticas, el papel que la religión ha tenido en esta temporada ha
sido muy interesante ya que nos ha permitido observar distintas perspectivas
sobre ella. Por un lado tuvimos a los vikingos y sus dioses que caminan entre
los hombres –viven, sangran, aman–. Con Athelstan siguieron las visiones
que no llegamos a saber si eran reales o consecuencia de su traumática crucifixión
o sus sentimientos de culpa al no poder encajar en ningún mundo. Por último nos
encontramos con la versión del rey Ecbert, un hombre culto que la utiliza
como excusa para medrar políticamente: es una pieza más en su partida de
ajedrez.
En los
dos primeros casos, los guionistas han jugado con maestría con la concepción de
la religión en la Edad Media: no era algo encerrado el libros o iglesias sino
un aspecto más de la vida diaria, que impregnaba cada decisión, cada momento.
Tanto para los cristianos como para los paganos, los dioses (o Dios) se
manifestaban constantemente a través de múltiples formas y se aceptaba como
algo normal.
La
relación entre Ragnar y Athelstan ha estado marcada siempre por esa dualidad,
entre lo pagano y lo cristiano, con curiosidad y capacidad crítica por los dos
lados. La dramática desaparición del monje ha marcado un antes y un después en
la estabilidad del rey vikingo, potenciando esa mirada delirante y la sensación
de locura en la que ha caído al sentirse traicionado y abandonado (aunque sabemos
que no es del todo así). Tanto la escena del entierro de Athelstan como el
“bautismo” de Lothbrok han sido de las escenas cumbre de la temporada
demostrando el camino recorrido por los personajes y su influencia mutua.
Secundarios de lujo y escenas gratuitas
Pero
esta tercera temporada no ha sido sólo sobre Ragnar y el principio de su
decadencia sino que ha vuelto a presentarnos un conjunto de importantes
secundarios. Floki, aunque interpretado de forma genial por Gustaf Skarsgard,
ha perdido la frescura de los inicios y el encanto de su locura ha dado paso a
un personaje al que sólo lo mueven los celos (y que se merece cada una de las
miradas chungas de su líder).
Sin embargo, la gran torpeza de la temporada ha sido matar a Siggy, que aún tenía muchísimo
potencial, aunque fuese en una escena tan poética como la del lago. Hirst se empeñó en seguir la Historia, en la que Rollo acaba unido a la princesa
francesa. Él ha sufrido la parte negativa de esta entrega, relegado a un
segundo plano hasta los últimos tres episodios (ahora ya sabemos que el mejor
método para sobrevivir a un asedio es ir sin camiseta y moño). Su decisión
final es un poco incomprensible habiendo dicho por activa y por pasiva que
jamás volvería a traicionar a su hermano. Igual de incomprensibles han sido los
acentos de los nuevos personajes masculinos, empeñados en seguir las extrañas
modulaciones de Travis Fimmel o esa escena a lo 50 sombras de Grey
totalmente fuera de contexto.
Pero
al pesar estos errores (o planos construidos descaradamente para ganar
audiencia) con el resto de genialidades de la serie, hay que reconocer que Vikings
sigue siendo brillante y adictiva, dejando además una puerta abierta a una
dramática cuarta temporada. ¿Caerá por fin Ragnar en el pozo de serpientes que
la Historia le ha reservado desde el principio de la serie?
COMENTARIOS