Nunca fui especialmente fan de The Americans, pero su tercera temporada me ha hecho ver a la ficción de FX con otros ojos. Y no es para menos: ha sido en la última tanda de episodios donde esta historia sobre una pareja de espías soviéticos ha alcanzado su madurez y ha sido capaz de poner en común las dos facetas en las que se basa: la familia y el trabajo.
Porque The Americans ha tenido siempre dos velocidades: el turbo en las tramas de espionaje, donde Philip y Elizabeth han hecho prácticamente de todo sin apenas pestañear por el honor de su patria; mientras, a fuego lento, se cocinaba una serie de tramas familiares —su propia relación así como la que tienen con sus hijos— que no ha sido hasta la tercera temporada cuando ha tomado forma y cobrado todo el sentido que su creador Joe Weisberg había planeado, seguramente desde sus inicios.
La evolución de Paige, la hija mayor de los Jennings, no siempre ha sido cómoda para el espectador: primero, como sujeto que desarrolla su propia conciencia, y después como nueva fiel del cristianismo, Paige estaba destinada a no ser del agrado de cualquiera —algún día hablaré de cómo las tramas religiosas y espirituales acaban siendo un desastre—. No obstante, a pesar de su pésima evolución en la segunda temporada, su papel iba encaminado a convertirse en el game-changer de la serie.
Cuando la Central anuncia a Philip y Elizabeth que quieren que Paige se convierta en instrumento del comunismo —esa bomba que nos arrojaron al final de la temporada pasada—, el papel de Paige y su nueva fortaleza moral, enriquecida una y otra vez en la tercera entrega con el refuerzo del Pastor Tim, cobraba un sentido y actuaba de motor de la historia. Philip y Elizabeth, reticentes —más él que ella, mucho más convencida de su misión— se negaron a llevar adelante el mandato, pero fue la propia Paige quien supo sacarles la verdad.
Como espías, Philip y Elizabeth han sido todo lo profesionales que han podido. Les educaron bien. Han espiado, robado, matado y follado todo y a todos los que hiciera falta para cumplir su objetivo, y rara vez este trabajo traspasaba sus potentes corazas y conseguía convertirse en un asunto personal.
La fortaleza de Elizabeth es mucho más fuerte que la de Philip, sin duda. La crisis existencial de él, avivada por el plan secreto que su patria tiene para su niña, le pasa factura. Esta temporada, los Jennings se han pasado de la raya, y Philip se ha enfrentado a su más poderoso enemigo: su conciencia. Su relación con una adolescente de la edad de su hija y la situación en la que acaba Marta —¿está viva o muerta, Philip?— son suficientes como para volver loco a cualquiera. Elizabeth, por otro lado, está mucho más convencida por la causa soviética. Su relación, auguro, volverá a las aguas turbulentas en las que ya ha navegado con anterioridad.
Después de la gran revelación, Philip y Elizabeth deciden salir de su frío armario con su hija, pero contándole medias verdades y dando por hecho que el amor que ella les profesa sería mucho mayor que el peso de su conciencia. Que seguiría sus pasos. No obstante, lo único que consiguen con sus mentiras es ponerse la zancadilla a sí mismos. "Están llenos de mentiras", le confiesa en su última conversación al Pastor Tim, revelando la identidad de sus padres.
Sin duda, la cuarta temporada promete ser más explosiva, ágil y repleta de giros inesperados. Tendremos que ver cómo nuestros espías gestionan la situación con Paige, y cómo afecta el comportamiento de su hija a su situación de una América más peligrosa que nunca para ellos. Y qué será de ellos, de su relación y de su situación con la Central. Además, y sé que no lo he mencionado —la temporada ha dado para mucho— veremos qué pasa con Stan y su nuevo papel como "espía". En definitiva, muchas situaciones están todavía en el aire. Y menos mal.
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