Si algo bueno tiene esta última etapa de Glee es que por fin parece que se han dado cuenta de que lo que de verdad nos importa de la serie es la vida y voz de los personajes del Glee Club original. Si ya en la era Marley y CIA, todos eran más secundarios que principales y con cada regreso puntual del cast original lo celebrábamos por todo lo alto, con estos últimos integrantes del New Directions no nos molestamos ni en aprendernos los nombres (gordito, pelo afro, hermanos incestuosos —gracias Kitty—, Kitty y el futbolista gay) pero en este caso no te los pintan como protagonistas sino como meros extras que cantan y sirven para desarrollar las tramas de Rachel y Kurt (éste último más bien para justificar que salga en la temporada). Quitando la trama inicial de la-chica-que-quería-ser-Warbler, que sirvió más para hilar la competitividad con Blaine, ninguno ha tenido trama propia (aún), dejando así paso a lo que de verdad importa, se lleve mejor o peor, pero es un plus.

Por otra parte, Brittany y Santana empiezan a organizar su boda, y la rubia (tras pedir ayuda a Artie para que hiciera un cameíllo) se dedica a intentar que la abuela de Santana acepte la sexualidad de su nieta, cosa que no consigue pero cierra el asunto con un discurso aplaudible. Punto positivo para Glee por no ser predecible en este aspecto, haciendo que la abuela López siga en sus trece y no acabe todo de forma —del todo— feliz. Gracias a esta trama hemos vuelto a disfrutar de Brittany como hacía tiempo, con su "Fondue por dos", sus frases en español y su conversación con sus padres en la que descubrimos que el verdadero padre de Brit es Stephen Hawking. Jennifer Coolidge (2 Booke Girls, American Pie) y sobre todo, Ken Jeong (Community), están soberbios como Whitney S. Pierce y Pierce Pierce —hasta en los nombres son grandes— y esperamos volver a verlos, al menos, en la boda, porque personajes así merecen la pena.
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