Me gusta pensar que Episodes se ha convertido en la serie para aquellos a los que no solo nos gusta la televisión, sino también lo que hay detrás. De otro modo, no podría explicarse las razones por las que esta comedia de BBC/Showtime ha multiplicado exponencialmente su contenido metarreferencial, abandonando las tramas más típicas (románticas), para abordar intensamente un formato de comedia que se basa en reirse de sí mismos y del engranaje que le da vida. La burla sobre Hollywood siempre ha sido el principal ingrediente de Episodes pero, en su tercera temporada, se han superado totalmente. Y el resultado ha sido, una vez más, brillante.
Si las anteriores temporadas nos narraron el caos en el que se convierten las vidas de Sean (Stephen Mangan) y Beverly Lincoln (Tamsin Greig) cuando se trasladan a Hollywood para producir el remake de una serie de gran éxito en Reino Unido, la última entrega aborda el previsible fracaso de la adaptación titulada Pucks y cómo esto afecta a sus creadores, a su protagonista Matt LeBlanc, y a su cadena de televisión con Carol Rance (Kathleen Rose Perkins) a la cabeza.
Tan solo han pasado diez meses desde que los Lincoln pusieran un pie en Hollywood y en este corto periodo de tiempo han tocado fondo personal y profesionalmente más de una vez. La ciudad de las estrellas transforma y destruye sin importar las víctimas que deja a su paso, y el matrimonio británico no puede menos que alegrarse cuando, hacia mitad de la temporada (obviamente, han habido tramas que no han interesado demasiado, principalmente derivadas de las diatribas personales del personaje de LeBlanc), la cadena les anuncia que Pucks será cancelada. Con ello podrán volver a su país para volver a crear televisión de calidad que nadie verá, pero que al menos les hará sentirse orgullosos.
Sin duda, uno de los platos fuertes de la temporada ha sido el cambio en la network que controla a nuestros personajes. Con el despido de Merc, comienza un viaje que le da un mayor protagonismo a la divertidísima Carol (y a sus secuaces, por supuesto), pero que acaba truncado por la aparición de Castor Sotto (Chris Diamantopoulos), un directivo muy peculiar que realmente no funciona como personaje pero sí como elemento de reacción, y que sin duda será recordado por ese peculiar monólogo con el que se despide para siempre. Sotto, loco de remate pero con la intención de cambiar la televisión, recuerda por sus decisiones corporativas a algún pez gordo de la televisión americana y nos provoca una carcajada con su visión del futuro de la televisión. Para todos aquellos que seguimos atentamente temas de audiencias y de programación, de hecho, escuchar a alguna de estas sanguijuelas hablar sobre su trabajo es una delicia porque realmente no se alejan tanto de la realidad que se forma en las cadenas y estudios de Hollywood, y encima lo hacen con tanta gracia que es imposible no apreciarlo.
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