Qué placer es conocerte, Mandy, y qué susto nos has dado. Algo bueno tiene este episodio cuando, con el rechazo absoluto que nos suelen generar esas horas hipercéntricas, nos ha mantenido el vilo y con el pánico al shondismo saliéndose de la gráfica. Miranda Bailey es clave en la serie, clave ya en nuestras vidas y, por si se le había olvidado a algún despistado, clave en la lucha de ser una mujer negra contra el mundo. La semana pasada nos dejó con el culo torcido y The Talk con cómo prevenir ser asesinado por el profiling racial policial. Hoy toca otra pelea y sus otras consecuencias.
La repulsa patrocinada por el varón blanco de manual se nos entremezcla con el miedo a un nuevo hachazo por parte de ese verdugo que tienen por guionista jefa. Mucha negligencia fatídica hacia protagonistas hemos visto ya en hospitales ajenos al Mercy Death como para no llevarnos la mano al pecho. Infartos para todos, aunque sin tener que sufrir las indecencias de esa desgracia de jefe de cirugía del Presbiterian. Por algo en ese hospitalucho no hacen series. Queremos estar con él. Queremos que se quede en un bajón psiquiátrico, en cuatro lexatines y en cambiar ese “marido” por un rollo de plástico de burbujas. Pero no. Hay que llamar hasta casi a Cristina Yang.
La elegancia de Miranda Bailey entrando en unas urgencias y explicando con soberana mesura que está sufriendo un ataque al corazón es la nueva Isabel Preysler. Es todo lo que tú quieres ser de mayor en tu historial clínico. La elegancia de Miranda Bailey también para mandar a la mierda a los manuales de mansplaining que la atienden, a su mentor geriátrico con afición al golf de capulleo y hasta al bombero torero con el que se ha casado es un plus detrás de otro. No nos habíamos dado cuenta, así que negligentes nosotros también, porque ella bien se merecía este episodio. Ella se merece todo. Y probablemente un set un poco mejor acabado que un porche hecho con corchopán para sus flashbacks.
Este ensayo sobre la admisión de debilidad y el estándar femenino negro (work twice as hard to get half as far, pero multiplicando por cuatro) se ha bañado en las mieles de la nostalgia y las rentas. 14 años para conocer la historia de Miranda Bailey resulta una cifra impactante. ¿Cómo hemos estado tanto tiempo sin saber de sus orígenes? Ella no tiene un tiovivo. Mandy tiene una hermana secreta muerta y una casa en el árbol, pero ya que sus memorias llegan con retraso, que vengan bien de dramas pasados.
Las dos vidas se le pasan por delante de los ojos. La infancia que se sacan de la manga y la madurez que hemos sufrido ya con ella. Con ella, con George O’Malley, con Callie Torres y con El Difuntísimo. Mucho gusta a los fantasmas de esta serie venir a tender una mano hacia el otro lado a nuestras maltrechas protagonistas. Ciertamente sólo ha faltado una, la del sexo con dichos fantasmas y las carreras en comedia romántica holliwoodiense, pero éste es el momento de Mandy, aunque nos haya dolido por muchos otros.
Y, por si fuera poco, Kesha poniendo la guinda al pastel con su himno y su berrido. Para que todo quede entre iconos.
A cargo de Mandy Bailey queda un nuevo episodio para los anales de la serie. Necesario el episodio y aún más necesaria la historia de la mujer negra que se sienta en el trono, con su maternidad, con su matrimonio a cuestas y con sus trastornos psicológicos. Necesaria ella, y que la vayan blindando el contrato otros 45 años más.
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