¿Quién mató a Cathy Cesnik? Esa es la pregunta que nos plantea Ryan White a lo largo de los siete episodios de The Keepers, la última serie documental de Netflix. Como ya sucediera con Making a Murderer, aquí se nos presenta un caso lleno de recovecos, con testimonios que hielan la sangre y que nos hacen preguntarnos cómo es posible que algo así haya permanecido en un cajón durante cincuenta años. Que se dice pronto.
La hermana Cathy Cesnik tenía veintiséis años en el momento de su desaparición y en los últimos tiempos había ejercido como profesora de lengua en un prestigioso instituto de Baltimore, el Archbishop Keough. Las protagonistas cuentan el orgullo que suponía para los padres el poder mandar a sus hijas —era un centro exclusivamente femenino—, buenas estudiantes procedentes de familias de clase media y obrera, a este reputado centro en el que podrían prepararse para acceder a estudios superiores. Narran la tensión de la espera de la carta de admisión, la alegría al saber que habían conseguido una plaza y los nervios propios del primer día de curso.
En ese momento todavía no eran conscientes del infierno que iban a vivir en el centro por culpa del orientador del mismo, el padre Joseph Maskell, que ente 1967 y 1975 fue el verdugo de un buen puñado de alumnas de la institución. Amparado por rol de consejero y hombre de fe, utilizaba la religión, la culpa, los pecados o el concepto de bien y mal para abusar de las jóvenes en su despacho. Los testimonios de las víctimas, mujeres ahora sexagenarias que durante años intentaron enterrar el miedo, la culpa y la vergüenza en el doble fondo del cerebro, provocan que el espectador se retuerza en la butaca entre la indignación y el estupor ante lo que le están contando.
Como ya nos mostraran en Spotlight, muchos de estos casos podrían haberse evitado. Maskell había abusado con anterioridad de otro menor y, cuando su madre fue a denunciar los hechos al colegio, la Iglesia, en lugar de castigarlo, expulsarlo y, por supuesto, alejarlo de los menores, se limitó a trasladarlo de centro. Maskell no actuaba solo, tenía un grupo de cómplices que participaban de estos abusos y cuando las estudiantes eran llamadas a su despacho sabían lo que les esperaba pero no con quien. Sí, resulta imposible pensar que esto pueda suceder en un centro escolar sin que el resto de docentes o alumnos esté al corriente. Pero pasaba. Hasta que la hermana Cathy, muy apreciada por sus alumnas, empezó a observar comportamientos extraños y consiguió que al menos una de las alumnas le confesara el infierno que estaba atravesando. Todas sabían que no eran las únicas, pero no se atrevían a hablar ni a dar nombres. Estaban sometidas por un hombre que les hacía pensar que eran unas pecadoras y que él las estaba salvando. La hermana Cathy le prometió que intervendría para frenar este horror, pero para sorpresa de las estudiantes, a la vuelta de las vacaciones de verano ella ya no formaba parte del claustro. No tuvieron más noticias de la joven monja, es como si se hubiera evaporado, hasta que dos meses después apareció su cuerpo en descomposición.
Varias hipótesis se barajaron en el momento, aunque ninguna llegó a investigarse en profundidad. Cerraron el caso sin culpables, quizás porque todas las pistas apuntaban al padre Maskell —que según el testimonio de una de las víctimas fue él mismo el que la condujo hasta el cadáver y le susurró que eso era lo que pasaba cuando se hablaba mal de alguien— y este tenía demasiado poder y contactos como para ser investigado. Desde que las víctimas se reencontraran a principios de los noventa y empezaran su lucha por sacar la verdad a la luz, nadie o casi nadie las ha escuchado. La archidiócesis de Baltimore siempre ha negado las acusaciones, aunque para evitar males mayores acabara pactando una vergonzosa indemnización a las víctimas.
El documental no resuelve el caso, evidentemente, pero sirve para dar voz a quienes no la han tenido durante cincuenta años. Hombres (que también los hubo) y mujeres que han vivido con el trauma durante cincuenta años, que no se atrevieron a denunciar los hechos en su momento por miedo y por sentirse culpables de lo que les había sucedido. The Keepers pone sobre la mesa una vez más los abusos cometidos por la Iglesia y como ésta no sólo los oculta, sino que protege a los verdugos. Desde el punto de vista técnico no aporta nada nuevo ni revolucionario, desde el humano te deja con el corazón encogido y una sensación de injusticia difícil de olvidar.
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