Para ver la primera –y espero que última– serie de Woody Allen me puse las gafas de pasta dispuesta a que me gustara, a sacar al Boyero que llevo dentro y contradecir todas las críticas negativas que desde hace una semana circulan por las redes. Pero es que no hay por dónde cogerla.
Cuando el amigo Allen declaraba que nunca había visto una serie y no sabía cómo hacer una no se trataba de falsa modestia, no. Es evidente que no está familiarizado con el formato. Eso o se ha pasado por el forro las técnicas narrativas, que también puede ser. Durante el visionado tuve la impresión de que se trataba de una película de dos horas, que había sido rodada como tal y luego dividida en seis episodios de veinte minutos. La prueba, por ejemplo, es que el primer episodio abre con los títulos de crédito, algo que no se repite en los siguientes. Me imagino al bueno de Allen en la sala de edición pensando “yo lo que sé hacer son películas, pero si queréis una serie os la voy a dar” mientras cortaba en puntos aleatorios.
La historia nos traslada a los años sesenta, época de cambios en la que revolucionarios, exaltados y oportunistas –todo sea dicho- encontraban su lugar en el mundo y en las portadas de los periódicos. La vida de Sidney Munsinger (Woody Allen), un hombre conservador, neurótico y obsesivo, se trastoca con la llegada de Lennie Dale (Miley Cyrus) que busca refugio tras haber cometido una serie de actos vandálicos en su lucha contra el sistema. Y esto es todo, no hay mucho más que añadir.
Bueno, sí, está Allen Brockman, un joven tradicional con unos valores morales tirando a anticuados que, obnubilado por el discurso y la personalidad de Lennie, se replantea su vida y su rol en el mundo. Y Kay (Elaine May), la paciente esposa de Sidney, con su grupo de amigas septuagenarias (al menos las más jóvenes) que ven en el movimiento antisistema un soplo de aire fresco en sus vidas y una excusa para sacar las pancartas y quemar sujetadores.
¿Podría haber hecho una buena serie con este material? Posiblemente. Pero en su lugar nos deja una película por fascículos con una trama repetitiva que no invita al espectador a ver el siguiente episodio, diálogos vacíos, chistes sin gracia y personajes sobreactuados. Nada sorprendente si tenemos en cuenta sus últimas películas.
Llegados a este punto es lícito preguntarse por qué aceptó hacer un formato que no conoce, no le interesa y con el que es evidente que no se siente cómodo. No me sirve la excusa del cheque en blanco, porque a estas alturas de su carrera no creo que Woody Allen necesite aceptar proyectos que no le atraen, ni desde el punto de vista económico ni el profesional. Ya no tiene que demostrar nada a nadie y no debería embarcarse en proyectos que no sabe ni cómo abordar y, peor aún, que ni siquiera es capaz de defender. Supongo que la próxima vez los señores de Amazon se lo pensarán antes de comprar un producto que no han visto.
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