Horas antes de la emisión del último episodio de The Night Of, Lena Dunham confesaba en su cuenta de Instagram que había recurrido a un trabajador de HBO para que le contara el final de la serie porque no soportaba la incertidumbre. Ojalá tuviéramos los mismos contactos. Eso me habría evitado la angustia, la intriga y las crisis de nervios que he vivido a lo largo de los ocho episodios de esta oscura miniserie que ha sido mi quebradero de cabeza este verano.
The Night Of no es sólo un thriller sobre el sistema penitenciario en Estados Unidos. Que lo es, pero hay mucho más. Habla de la desesperación. Por una parte de los padres que no entienden cómo su hijo ha llegado a esa situación, que ven como además de no poder permitirse económicamente una defensa de calidad, han perdido su fuente de sustento principal al ser una de las pruebas del crimen. Y el drama que supone para ellos, además, el rechazo de los vecinos, de los amigos y las duras visitas a la cárcel en las que se topan cara a cara con la nueva realidad de su hijo.
La desesperación de un hombre que ve como su carrera de abogado está totalmente condicionada por su enfermedad cutánea y sus alergias. Como sus aptitudes no son ni siquiera consideradas y es el hazmerreír entre sus colegas. Su lucha diaria contra el dolor físico y emocional de la enfermedad, de la soledad que esta le provoca y los intentos en vano de acercarse a su hijo adolescente que, como no, también le repudia y se avergüenza.
La desesperación y el miedo de una abogada inexperta que ve como un caso de semejante peso judicial y mediático cae en sus manos y no sabe si será capaz de sacarlo adelante. Y, como no, la desesperación del protagonista. Aunque en su caso vamos viendo una gran transformación a lo largo del proceso. El Naz que llegó a los calabozos era un joven tímido y confuso que no era capaz de comprender cómo había llegado hasta allí. Las lagunas producidas por la mezcla de drogas y alcohol no le dejaban recordar un lapso de tiempo crucial: el que pasó desde que se acostó con Andrea hasta el momento en el que la encontró muerta.
Recomponer las piezas es la llave de su salvación, pero ya está juzgado y condenado de antemano. Porque es de origen pakistaní. El racismo -y los prejuicios ligados a él- es un tema recurrente en las series carcelarias, y no es para menos dado el conflicto racial existente en la sociedad norteamericana.
Durante su estancia entre rejas, Naz no tarda en comprender la importancia de acercarse a las personas adecuadas para protegerse y a convertirse en la persona que nunca imaginó ser para sobrevivir. Su transformación física, los tatuajes, las peleas, el consumo de drogas… su frágil personalidad se ve corrompida para siempre. Pase lo que pase, nunca volverá a ser el joven que salió una noche de su casa para acudir a una fiesta con amigos. Y, por qué no decirlo, su paso por la cárcel lo ha convertido justamente en ese estereotipo de inmigrante problemático que le condenó sin juzgarle.
La clave del éxito de la serie es que consigue mantener el suspense a lo largo de los ocho episodios sin altibajos. Las diferentes tramas que surgen alrededor de la principal son interesantes y no hacen más que enriquecer la historia a través de la profundización en la vida de los personajes. La serie avanza de forma pausada, pero sin hacerse pesada. Se concentra en los pequeños detalles, en la importancia de cada uno de los personajes, manteniendo esa particular atmósfera que resulta asfixiante tanto para ellos como para el espectador.
He evitado entrar en los detalles del juicio y en el veredicto para que, los que aún no lo hayáis hecho, os dejéis atrapar por la historia de Naz y sufráis con él lo mismo que he sufrido yo. Quiero que os indignéis con la actuación policial, que odiéis a la fiscal (o la améis, que hay gente para todo) y que tengáis el corazón en un puño durante las nueve horas que dura la última joya de la HBO. No os arrepentiréis.
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