No voy a desvelar el final de la más que notable segunda temporada de la británica Doctor Foster, ni siquiera la trama principal, por si todavía no habéis tenido tiempo de verla o por si, como servidora, habéis esperado pacientemente a que se terminara para devorar los cinco episodios de golpe. Porque sí, es de esas series que se prestan a maratón sin moderación ni remordimientos.
El final de la primera temporada nos dejaba una pareja rota, a un Simon que se iba de la ciudad con su amante embarazada (convertida en pareja oficial) y a una Gemma bastante pasada de rosca. Dos años después podríamos pensar que uno y otro han pasado página y continuado con sus vidas… pues sí, pero no. Simon ha vivido como quien dice exiliado en Londres triunfando en los negocios gracias al nada despreciable apoyo de su nuevo suegro y creando una nueva familia junto a Kate y su hija.
Por su parte, Gemma sigue viviendo en la misma casa con su hijo y trabajando en el mismo centro de salud lo cual, unido a su carácter obsesivo, debe complicar un poco lo de olvidar la traición y seguir con su vida. Unos misteriosos sobres han sido distribuidos en casi todas las casas del pueblo, menos en la de Gemma, claro, lo cual nos da muchas pistas sobre quien es el remitente. Efectivamente, Simon vuelve a casa y lo hace por todo lo grande: con una fiesta a lo Raffaella Carrà, esto es, “con amigos y sin ti”.
Que Gemma no se queda en su casa quietecita embutida en un pijama de franela es el único spoiler que voy a permitirme. Porque si conocéis un poco a Gemma sabéis que no es un spoiler, es más, estáis deseando que vaya y la líe parda. A partir de este primer encuentro no exento de lanzamiento de dardos envenenados en ambas direcciones, se abre la veda para una guerra sin sentido (como todas, supongo) que llega a alcanzar dimensiones épicas.
En esta tanda de episodios Doctor Foster nos muestra la peor cara del ser humano, el odio, el rencor, la envidia, los celos, la traición, la mentira, la obsesión… Todo vale para hacerse daño y todo vale para justificar esos actos. Vemos a una Gemma fuera de sí –todavía más- que, si bien intenta guardar la compostura de cara a los demás y pretender que ha superado el divorcio de Simon, no puede evitar dejarse controlar por el odio almacenado en su interior durante tanto tiempo.
Pero Simon no se queda atrás. Se convierte en una caricatura de sí mismo, es el reflejo de un hombre que aparenta la seguridad propia del triunfador pero que no es más que una capa tras la que ocultar a un hombre que ha fracasado a varios niveles, empezando por su papel de padre. Todos los actos tienen sus consecuencias y todas las guerras víctimas directas y colaterales, y en este caso no va a ser menos.
Si en algo destaca la serie es en su forma de narrar los hechos, de seguir a los personajes con la cámara, de crear en el espectador ese malestar propio del que presencia una pelea familiar llegando a ser asfixiante y claustrofóbica. Pero, como si de una droga se tratara, y a pesar de los efectos secundarios, necesitamos más. De eso se encargan los cliffhangers de infarto con los que cierra cada episodio y los pequeños giros de guion que añaden emoción sin engañar al espectador. Es inevitable condenar muchas de las cosas que se muestran en la serie, de sorprenderse al justificar otras y de plantearse una reflexión profunda sobre todo lo que sucede, de buscar similitudes con situaciones que todos hemos vivido y espantarnos al descubrir que, al final, no es todo tan descabellado y que todos nos hemos vuelto un poco locos en algún momento.
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