Sí, sé que I'm Dying Up Here (Morir de pie) es una de las series más esperadas de la temporada, que el nombre de Jim Carrey como productor y guionista de dos episodios queda muy vistoso en los créditos, que el mundo de los monologuistas a priori puede dar juego (desengañaos, no son Louie) y que el filtro vintage le da a todo un toque muy atractivo, pero siento deciros que no hay por dónde coger esta serie.
I’m Dying Up Here —que se estrena en Estados Unidos el próximo 4 de junio y sólo un día después estará disponible en Movistar Series— nos traslada a Los Angeles de los años setenta, en concreto a un bar regentado por Melissa Leo (Mildred Pierce) en el que jóvenes venidos de distintos puntos de Estados Unidos sueñan con hacerse un hueco en el mundo del stand-up, es decir, los monólogos de toda la vida. La fama cuesta, y mucho, y vivir del espectáculo no es fácil, de eso saben mucho nuestros protagonistas.
La premisa era buena, pero la serie acumula tantos defectos que es casi imposible encontrar algo que la salve. Para empezar está la duración de los episodios. En una serie con un ritmo tan lento y en el que las tramas giran todo el rato en torno a las noches en el bar y las nada interesantes vidas de los protagonistas, hacen que cada episodio —de una hora de duración— sea interrumpido por unas cuantas cabezadas. El segundo problema es que los monólogos no son graciosos, están llenos de chistes racistas y sexistas que harían reventar Twitter hoy en día, pero que estaban socialmente aceptados entonces. Eso provoca, entre otros muchos sentimientos, que no lleguemos a empatizar con los personajes, que no sintamos la magia de la supuesta conexión con el público y que deseemos que salte la alarma de incendios del bar y termine con ese despropósito cuanto antes.
Que no empaticemos con los personajes sobre el escenario hace que nos den bastante igual sus vidas fuera de él, que por otro lado no tienen nada de espectacular. Son un festival de clichés, desde los que se gastan sus ahorros en el billete a Los Angeles para conseguir su sueño sin pensar en cómo y de qué van a vivir a la feminista frustrada (en el más amplio sentido de la palabra) o al que usa el humor como coraza y termina por no soportarlo. Y así hasta una decena de personajes principales que nos llevan al siguiente problema: son demasiados. No puedes darle profundidad a todos, ni siquiera en esa eterna hora por capítulo, y al final todo se queda en un quiero y no puedo al que hay que sumar la pobre relación que existe entre ellos. Podrían haberle sacado más jugo, haber profundizado un poco más en el proceso de creación, por ejemplo. Aunque quizás para es tendría que existir tal proceso de creación.
Esperad, que no hemos acabado. La serie recuerda mucho, demasiado, a la malograda Vynil. Sí, exacto, y eso hace que casi desde el primer fotograma huela a aburrimiento y nos vaticine episodios eternos llenos de tramas que no les interesan ni a los guionistas y cuyo visionado te convalida un master en paciencia y, si me apuráis, de masoquismo también. El piloto empieza con un hecho (casi) inesperado pero se desinfla rápido y a partir de ahí la serie parte en caída libre. Cada cual mira por sí mismo, cosa que en cierta manera es normal, pero un espíritu de compañerismo le hubiera dado otro toque a la serie. Eso y un poco de humor, que si bien es cierto que el hecho de que trate del mundo del stand-up no la convierte en una comedia, lo menos que podemos esperar es que los monólogos nos arranquen alguna sonrisa. Os digo desde ya que eso no pasa. En fin, un elenco y una historia desaprovechados que, si bien muy difícilmente hubieran dado lugar a una serie de culto, sí podrían habernos dejado un producto entretenido para las calurosas tardes de verano. Una pena.
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